jueves, octubre 01, 2009

Piano o candombe

Estaba allí luego de tantos años de estudio y sacrificio para ser el mejor; esforzándome para lograr ese éxito tan anhelado por todos, tan peleado por mi.

El público que me escuchaba no era mucho, pero si selecto; exigirían lo mejor de mi, todo lo que pudiera dar y más. Me juzgarían de la forma mas dura para lograr que fuera el mejor, y yo seguía en esa lucha, convenciéndome de que ese debía ser el camino a recorrer.

Intenté seguir concentrado en el piano… pero de repente, detrás del murmullo del público, que dispersó mi atención por un segundo, empecé a sentir el sonido de la cuerda de tambores de Barrio Sur. Si, era ese grupo de gente que pasaba todos los domingos bajando por San Salvador, hasta la placita que está en la esquina con Veintiuno.

Miré de reojo a la gente; se estaban poniendo de pie y yendo hacia la ventana. Evidentemente, tampoco para ellos, mi pieza resultaba tan interesante como el sonido que provenía de la calle.

Esa música también me envolvió. Estaba abrumado; las teclas se percibían debajo de mis dedos como cubos de hielo que me producían un bodrio inmenso, además del frío imponente que sentía al estar sentado quieto, en el medio de ese patio de casa vieja, con claraboya rota. Pensé en la posibilidad de unirme al grupo de los domingos, algunas veces lo había hecho, aunque tímidamente, y aún así me había divertido mucho.

Me contuve unos segundos, pero me aburrí profundamente y ya siquiera podía ver la partitura. Estaba perdido, no lo soporté, quise parar y correr, mi cuerpo me pedía otra cosa. Me levanté, y salí a la calle.

Ya en la vereda miré al montón pero no reconocí a nadie, entonces dudé, y dando un paso atrás, quedé recostado sobre la puerta observando de lejos, nada más. Hasta que pude ver que en el centro de esa multitud desconocida pero ardiente, estaba ella. Aquella morocha que había visto algunas veces, pero que nunca había conocido, porque los muchachos siempre decían que no valía la pena perder tiempo con ese tipo de mujeres. Pero hoy los muchachos no estaban…

Ella era exuberante y sus curvas se balanceaban sensualmente al ritmo de la cuerda. Yo estaba allí, viéndola pasar moviéndose provocativamente frente a mí, sin mirarme. De repente me miró, como otras veces, pero noté algo distinto.

Avancé unos pasos y me quedé parado sobre el cordón, con un pie en la calle y otro en la vereda, dudando nuevamente, por no reconocer allí a nadie familiar.

Todos aquellos extraños seguían al ritmo del tucutúm, tucutúm, tucutúm, tucutúm….

Quería unirme a ellos, quería vivir aquello. Me movía de forma vacilante si animarme a alcanzarlos, como simple espectador. Me distraje un segundo mirando la destreza de un niño de seis años que golpeaba con sus pequeñas manos la lonja, emitiendo un sonido no menos caliente que el que emitían los demás adultos.

Cuando volví a buscar a la morocha en el centro, no la vi,no la vi, ya no estaba

"Qué idiota, o
tra oportunidad perdida por vacilaciones cobardes", pensé.

Y decidí irme a mi casa, como castigo por tanta estupidez.

Cuando me di vuelta para hacerlo sentí en mi hombro una mano. Miré hacia atrás esperando ver al profesor de piano que venía a buscarme para continuar con aquel inútil concierto. Pero esta vez no, no era él, pues allí estaba ella.

Sonriente, con una mano en mi hombro y el otro brazo extendido invitándome a acompañarla, no detenía un solo instante el movimiento de esas caderas increíbles, al ininterrumpido ritmo de aquel caliente candombe.

Me mantuve frío aunque mi corazón golpeaba del mismo modo que aquellas manos golpeaban las lonjas, pero yo no demostraba la mínima sorpresa, nunca perdía el perfil de total seguridad.

Sostuve su mano y seguimos bailando con todos, hasta la esquina de Paullier. Percibí que estaba un poco borracha. Creí sentir un delicioso aliento a Grapamiel mezclado con el sensual aroma a 212 de Carolina Herrera —perfume preferido de mi novia Rosina— y eso me movilizó aún más.

La tomé de la cintura y un brazo. Prácticamente la arrastré, alejándola del resto de la gente, llevándola al palier de un viejo edificio que tenía las luces apagadas, a media cuadra de allí.

La envolví con mis brazos y recosté todo mi cuerpo al suyo para sentir su calor. Ella me miraba, apenas sonriendo, provocativa. Sus ojos negros redondos reflejaban de igual forma que su cuerpo, su calor, su deseo. Y recosté mis labios apenas, en los suyos.

Ella quedó quieta, sin rechazarme, pero sin responder.

Los tambores se sentían aún, a una cuadra ya. La gente no se veía más, hacía frío, sentía calor.

Recordé por un segundo, que una hora antes estaba en aquella casa helada, frente al piano, rodeado de aquellos intelectuales ambiciosos y aburridos. Sonreí.

Volví al presente y sentí el voluptuoso cuerpo de aquella morocha de quien no sabía ni el nombre.
La atraje más hacia mí, tomando sus caderas con mis dos manos, y esta vez sí, se entregó al beso que le di.

No hay comentarios:

Publicar un comentario