Mi vida fue una negación,
absoluta,
de mi género.
Por treinta y siete años
jugué a subir muros
a las batallas y
a la pelota,
a lograr objetivos fríos.
Anduve a caballo,
trepé árboles.
Estuve cerca de las armas.
Me pensé un soldado.
No una “soldada”.
Trabajé como hombre.
Ambicioné cosas de hombres.
Jamás pedí ser mujer,
ni tuve anhelos de fémina,
como hijos,
o príncipes,
que me cuidaran de la vida.
Porque me cuidé sola, sola me cuido
y mis hombres son compañeros de ruta,
colegas de batalla.
Negué mis ciclos menstruales.
Me hice sacar un par de pedazos de mis dos tetas,
por esconder mi femenina vulnerabilidad.
Nunca tuve muñecas,
ni vestí vestidos.
Despeinada y sucia
entre perros.
y varones,
muchas carreras de bicicleta,
pocas ollitas y recetas.
Siempre pantalones
con chatitas
Nunca tacones y encajes.
Siempre las lágrimas profundas
en el baúl de la intimidad blindada.
Y la fuerza y la soberbia
en la máscara vital.
Hace quinientos cuarenta días
empecé a comprar vestidos
llorar sin sentido
explotar ese grito
negado todo el camino.
Y…
Hoy.
Luego de este período
de resistirme hasta la muerte
para no asumir que soy hembra.
Desde este umbral del que puedo no regresar,
feliz me saco este falo anquilosado.
Me pongo mi vagina fresca.
Y no pido más perdón
cuando tenga
que llorar.